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Leyendas Borucas

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metate

En agosto de 1986 calló en mis manos un hermoso libro titulado “Leyendas Y Tradiciones Borucas” editado por la Universidad de Costa Rica y escrito por el doctor Adolfo Constenla Umaña y su informante nativo, Espíritu Santo Maroto Rojas.
Dentro de sus reveladoras páginas, tropecé varias veces con un singular enunciado boruca: “Nuestros antepasados trabajaban la piedra como hoy nosotros trabajamos el barro”   

Los cronistas aborígenes de Boruca, afirman que un grupo de chamanes de su antigua estirpe, se ocultó (a la llegada de los españoles) en la ciudad mágica de Chánguena, no sin antes proteger sus tesoros en las montañas, cubriéndolos con “una mano de piedra”   
He pensado que de la ambiciosa interpretación dada posteriormente por criollos y mestizos, a esta hermosa leyenda, viene la ingrata idea de los tesoros ocultos dentro de las esferas del Diquís, y en consecuencia la salvaje destrucción de innumerables monolitos esféricos. 
Pero cuando leía tan maravilloso libro, no pensaba en esferas. De las cuales se conoce, a través de la evidencia arqueológica y geológica, que fueron esculpidas en granito sólido, por medio de las ancestrales técnicas de picado y abrasión. Basta con poner sobre la superficie de una esfera prehispánica, un trozo de manta o papel y rayar con carbón o grafito para ver el rastro de la metódica pica ancestral.
Sin embargo son numerosos los adeptos a la teoría del “proto-cemento”. Esta idea enfatiza que los ancestros de los Bruncas utilizaron esta mezcla mágica para elaborar sus redondas esculturas. Ellos piensan que los pretéritos Borucas usaron un corazón de granito y redondearon la obra con este “proto-cemento”.
Como prueba de ello señalan el desprendimiento en capas o exfoliación que sufren las esferas abandonadas.  
Lamentablemente he visto muchas esferas precolombinas partidas a la mitad, por la dinamita de la ignorancia y en ninguna de ellas he podido observar capa alguna del mencionado “proto-cemento”. ¡Del núcleo a la periferia son de granito sólido!
Con respecto a la exfoliación diré que esta es una propiedad del granito sometido a cambios bruscos de temperatura.
No desecho la idea del “proto-cemento”, pero no la considero viable en la manufactura antigua de las esferas.  
El concepto Boruca: “Nuestros antepasados trabajaban la piedra como hoy nosotros trabajamos el barro” me viene a los sentidos cuando observo los imbricados metates de piedra que exhiben los museos de mi país, y pienso en como aplicar tan extraordinaria noción, a mi especialidad artesanal: las máscaras.
Soy por oficio artesano en piedra y puedo decirles sin pena, que esas piezas (metates) sobrepasan mis posibilidades de producción, pese a poseer moderna herramienta especializada.  
Pero volviendo a los Borucas… Trece meses después de leer aquel libro y, gracias a un gran amigo, compañero de aventuras y apasionado montañista, don Jorge Venegas. Conocí, bajo un torrencial aguacero de septiembre, a Rafael Fernández, nombre bautismal de un indígena de nación Brunca, a quien el destino y la sobre-vivencia lo llevaron a ejercer múltiples ocupaciones: tractorista, agricultor, baquiano, huaquero y por último experto en la fabricación de máscaras en madera de balsa, legendaria tradición de su pueblo natal. Curré. 
En una de mis visitas a su aldea le pregunté:
-¿Rafael… cómo es eso de que los antiguos Borucas, trabajaron la piedra a la manera del barro? 
-Mi abuela Isolina, contaba muchas historias de nuestros antepasados,  -respondió Rafael desde su hamaca, en tanto cruzaba sus manos detrás de la cabeza- Cuando la viejita nos contaba aquellas memorias, se refería a nuestros antepasados diciéndoles “Los Indios”. Los indios hicieron esto, los indios construían casas de tal manera, los indios bailaban así… Un día le dije: Mama, porqué les dice a los abuelos de los abuelos. “Indios” ¿acaso no todos aquí lo somos?
-Ya no mijito, ya no. Desde que llegaron los misioneros y nos bautizaron a todos, dejamos de ser indios. Desde que olvidamos nuestra lengua, dejamos de ser indios. Desde que abandónanos nuestras tradiciones, dejamos de ser indios.
-¡Entonces abuela!... ¿qué somos?
-Somos pobres… tan solo gente pobre. –Respondió mi viejita, secándose con la mano sus grandes lagrimones. 
El chiquillo que era yo, no entendía por qué lloraba la abuela Isolina. Total era mejor ser pobre que indio.
Pero en la escuela de maestros blancos, siempre fuimos los pobres indios y por nuestro bien nos obligaron a olvidar los cuentos caducos de los ancianos. Allí nos enseñaron que nuestros antepasados fueron paganos, gente mala, sin temor a Dios, que se complacían en los sacrificios humanos y vanas adoraciones. Por eso nos prohibieron hablar nuestra lengua y manifestar de cualquier forma nuestras costumbres.  
Les digo esto para que no me juzguen mal, por lo que le voy a contar después. Y tenga usted paciencia don Alberto porque no he olvidado su pregunta de la piedra y el barro.             –Remarcó Rafael, notando quizá algún acento de impaciencia citadina en mi semblante. 
-Ya grande y con hijos, me tocó a mi llorar las mismas lagrimas de la abuela- continuó Rafael- y hoy me arrepiento por no haber respetado la memoria de “Los Indios”. 
El copioso chaparrón cedió su lugar al húmedo calor de las tres de la tarde. Los nubarrones grises se apartaron y el sol retomó su imperio de luz. Rafael se levantó de su hamaca haciendo crujir los horcones de su pequeño rancho, salió a orinar detrás de un árbol de balso y regresó con una tinaja de agua fresca y sendos guacales que colocó en el piso de tierra, cerca de nosotros. Luego agarró de por ahí un prospecto de máscara y su única herramienta: un trozo de segueta afilada. Regresó a su hamaca y en tanto continuaba con su inolvidable historia, aprovechó para sacarle la cara a un temible diablo boruca que dormía en la madera, blanca, liviana y dócil de la balsa. 
-Yo nací en el monte- continuó diciendo en tanto soplaba las virutas de la futura careta- y desde niño salí con mi padre a cazar la comida de mi familia, así conocí la selva y en ella los lugares donde los indios paganos enterraban a sus muertos. 
Luego me fui a estudiar al liceo de Palmar Sur. Estaba decidido: De una buena vez y para siempre, dejaría yo de ser indio y pobre. Paradójicamente mi contacto con los libros de los blancos, me hicieron más indio y más pobre.
Más indio porque descubrí a los olmecas, mayas, aztecas, incas y demás culturas precolombinas. Además descubrí aspectos de mi propio pueblo, que la mordaza cultural a que fuimos sometidos, me impidió conocer de boca de mi propia gente.
Más pobre porque ya no tenía deseos de insertarme en la cultura de los conquistadores.  
Rafael sopó con vigor la máscara y nos mostró orgulloso el avance de su trabajo. Ojos, nariz y una monstruosa boca emergían de la madera. Yo me preguntaba en mis adentros: ¿Cómo es posible que echado sobre esa hamaca, pueda manejar con tal destreza tan improvisada gubia? Luego de una larga pausa, el boruca reanudó su relato. 
-Recuerdo que en mis tiempos de estudiante llegaban muchos gringos y gente de ciudad. Buscadores de tesoros indígenas.
Todos en el colegio de Palmar Norte (excepto yo mismo) sabían que Rafael Fernández, era Boruca. El único indio que estudiaba allí. De tal manera, cuando los visitantes buscaban pistas para acercarse a sus pretendidos tesoros, todos les decían: Pregúntenle al indio.  
La verdad: pagaban muy bien. Tan bien que abandoné en el último año mis estudios de bachillerato.
Yo los llevaba a los lugares selváticos, que conocí de cacería con mi padre, y les ayudé a desenterrar esferas de piedra y viejos sepulcros. No me importó hacerlo. Aunque les digo que no fue fácil acallar los reclamos en mi conciencia y los de la finada abuela Isolina. Pero con lo que me pagaban por una jornada, mi familia comía un mes. Mi padre estaba muy enfermo, trabajaba fumigando para la bananera. Yo era el mayor de nueve hermanos. El viejo murió y ya no había marcha atrás.  Pronto mi fama se extendió, y todo el mundo me conocía como: “El huaquero de Curré” 
Recuerdo que en una de esas tantas y tantas veces que llevé gente blanca, buscadores de tesoros, a los bajos del Térraba, empezamos a escarbar en un lugar nombrado por mi abuelo como: “Los dominios de Cuasrán”. Reconocí por ciertos montículos en la zona, que el lugar era apto para que aquellos ambiciosos cavarán. Y como quiera que la experiencia me había enseñado, que para sacarle mayor provecho a aquellas excursiones, debía servir no tan solo de guía si no además de brujo, pues jugué de hechicero también.
Ese oficio me obligó a inventar una exótica danza, con plumas, maracas, chilindrinas y demás, sin obviar, por supuesto mi máscara boruca y el bastón sagrado que perteneció a mi abuelo.
Al final de aquel descoordinado bailoteo, en mi supuesto éxtasis místico, arrojaba yo, con gran ceremonia y estilo aborigen, una lanza al aire. La punta de pejibaye de mi lanza ritual, ya en tierra, señalaría el lugar de la excavación, ¡la equis del tesoro!   
Lo que no entendía claramente en aquellas épocas de brujo simulado y profanador de tumbas, es que de 10 lanzamientos, ¡8 señalaron el lugar exacto! Ya me estaba creyendo yo que en verdad poseía algún poder especial, heredado por mi abuelo, quien según Isolina, era un chamán de verdad. Luego tuve que admitir lo siguiente: Donde quiera se escarbe en el Diquís, se encontrarán tesoros.           
Esa tarde los buscadores de reliquias palearon con entusiasmo, mientras yo por dentro, me reía de ellos burlándome de su necia ambición. Mi risilla interior se cortó de cuajo cuando los escavadores toparon, a menos de un metro del suelo, con una lapida fúnebre. ¡Era grandísima! Casi dos metros de alto por unos 68 centímetros de ancho. Decorada en los bordes con figuras de aves, lagartos, monos, cabezas humanas y jaguares.
Pese a que mis compromisos, como brujo y guía de montaña eran claros:

  1.  
    1. Me pagan por adelantado;
    2. los llevo al sitio;
    3. les indico donde cavar;
    4. luego del tour, los regreso al hotel.
    5. No me participan de los tesoros encontrados. (Casi siempre son tiestos cerámicos; algunas tallas de piedra y una que otra orfebrería) En cambio si son buenos en oro, recibo una buena propina.

Esta es la rutina básica del huaquero indio. Pero esta vez mi interés se desbordó al contemplar el tamaño y la belleza de aquella lápida. Entonces me puse a hacer lo que nunca hacía: ¡les ayudé a cavar y a sacar la tierra del foso! 
El gringo, quien pagaba la expedición (luego supe que era alemán, pero aquí a todo extranjero rubio le decimos gringo) se emocionó mucho ante el hallazgo y dijo a sus dos compañeros. Quienes eran extranjeros, ¡que se yo de donde!, pero solo hablaban español.  La cosa es que les habló diciendo:
-Por las inscripciones y el tamaño de esta tapa, debajo, les aseguro, encontraremos los despojos humanos de un rey, pero sus tesoros estarán intactos, porque el oro no se corrompe. -Todos brindaron con el güisqui del gringo y en el merecido descanso fantasearon con lo que harían con la fortuna. A mi solo me interesaba la propina grande que de fijo recibiría. 
Pero el hueco era muy hondo, y la tierra no se acababa. En cambio se agotó: el tabaco, el licor, la paciencia y la luz del día. Esto tenía a mis clientes nerviosos e irritables. Tocó prender hoguera, lámparas y seguir trabajando. Aunque para esas horas, el único que trabajaba, era el pobre indio, mientras los otros dormían su borrachera. Yo seguí paleando sobre tierra roja, fangosa y pesada. De pronto la pala tropezó con otra lápida de piedra, un poco más pequeña, sin ornamentos ni gloria y definitivamente más delgada, porque mientras probaba el eco, golpeándola con los nudillos de mi mano izquierda, se me partió en dos y caí de culo en el fondo de la fosa oscura.  
Mis desesperados gritos por fin despertaron a los ociosos, quienes bajaron apresurados con sus lámparas de mano.
Abajo, los impacientes ases de luz cruzaban la fosa de lado a lado, pero nadie veía nada. El gringo gritó: -¡Dejen quietos los focos! Apúntenlos aquí- y dirigió la luz de su linterna a la pared más tenebrosa del nicho. Luego de un silencio expectativo nuestros ojos se adaptaron a la oscuridad. Afuera, en el cielo, una luna casi llena ayudó a ver. Debajo de mis pies y pisando un esqueleto a la altura del esternón, de quizá uno de mis lejanos abuelos, yacía el gran rey.  El gringo me apartó con violencia y todos dirigieron sus luces hacia la osamenta. 
¡Pero no había oro en ella! Ni a la par, ni a los lados, ni arriba, ni abajo. Solo encontramos un delgado brazalete de cobre ennegrecido, pegado al tobillo izquierdo del miserable difunto. A los pies, una bola de piedra como así (unos 40 cm. de diámetro por el gesto) y por allí un metate pequeño, de tres patas, labrado con espectacular maestría. Sobre su cóncavo lomo descansaba solitaria una vasija de barro. 
Los caza-fortunas buscaron por todo el hueco, pero nada. Escarbaron con las uñas, se peleaban por cualquier destello que la malvada luna hacía reflejar sobre las paredes de piedra de río y tierra añeja que contenía el rectángulo de aquella tumba. 
De pronto el gringo estalló en cólera. Empezó a patear el esqueleto, a escupirlo y a renegar en su árida lengua. Luego apresó la pequeña vasija entre sus pálidas manos, e intentó con torpeza desatar las amarras del sello de cuero de serpiente que le impedían ver en su interior. Impaciente la sacudió cerca de su oreja y un segundo después la reventó contra uno de los dos fragmentos de la lápida que se había quebrado bajo mis pies. La cerámica milenaria de la vasija se partió en ocho segmentos y de ella salpicó un líquido transparente, viscoso como aceite de motor. 
El gringo siguió renegando. De pronto todos quedamos mudos de asombro…  
Rafael, inoportunamente detuvo su relato, se levantó de la hamaca y se fue nuevamente a descargar la vejiga, se dio tiempo para alimentar las gallinas, juguetear con su perro y machetear unos plátanos verdes para la cena del cerdo. Miré con impaciencia a mi amigo, Jorge Venegas, quien con un gesto apacible me dijo: -Tranquilo Alberto, los indios son así. 
Una eternidad después, regresó el Boruca, se arrellanó en su hamaca, pero en lugar de concluir su relato se concentró en terminar su máscara.
Sin poder contenerme un segundo más, le grité con algo de resentimiento: -¿Y qué pasó? 
-¿Qué pasó con qué? – me respondió con insoportable inocencia. 
-¡Pues con lo del entierro, el gringo, la vasija y el aceite! –respondí animoso. 
-A eso… pues sí, la cosa fue sorprendente. ¡El líquido de la vasija estaba deshaciendo la piedra de la lápida y de toda piedra hasta donde salpicó!
Corrimos para rescatar algo de ese aceite mágico, pero todo se había perdido. Yo mismo toqué la piedra donde el bestial gringo lanzó la vasija… estaba suave, tibia ¡como el barro! y olía como a hojarasca podrida… no, no, más bien como a cuita de pájaro de monte.  
Rafael dio por terminado su relato y se concentró en su artesanía, Pero a mi me faltaba el epilogo o algún corolario, postre o digestivo para terminar de asimilar tan fantástica recitación. Con el tono más amigable que pude darle a mi voz le pregunté:
-¡Rafita! ¿Y qué pasó después?  
-Después no pasó nada… Ellos metieron en una bolsa plástica los fragmentos de la vasija… en un saco de gangoche guardaron el pedazo de lápida desecha, la cual me hicieron cargar por todo el camino de regreso, dijeron que para analizarla. Los dejé en Palmar Norte, se fueron por la interamericana hacia San José… “Con su tesoro”… ¡Y sin darme propina!
Después y por dicha, no supe más de ellos.