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¡Perdidos en la selva!

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Los últimos indígenas de Costa Rica preservan muy bien sus secretos ancestrales. Procuré visitar algunas de sus aldeas partiendo de Puerto Viejo hacia el interior del país.

 El autobús iba paralelo al caudaloso río Sixaola, que corría en el fondo de un selvático valle. Al otro lado se asomaba Panamá; para los indígenas una frontera delimitada por los políticos. Me apeé en Surekta delante de una choza cónica. Era la casa de cultura indígena del Proyecto Namasol. Los truenos amenazaban lluvia, y rápidamente me abrigué en su interior.

Allí encontré a Hermes Gallardo Buitrago y Mercedes Mayorga, miembros de dicha cooperativa, patrocinada por canadienses y holandeses. Mientras la torrencial lluvia se precipitaba sobre el poblado, traté de conversar con los dos indígenas. Fue entonces cuando Mercedes me habló del “Señor de los animales” o “Dueño del Monte”: “Es un ser sobrenatural que atormenta a los cazadores en los lugares más retirados y montañosos. Hace algún tiempo, mi hermano fue a cazar puercos salvajes y vio al ‘Señor del Monte’.

Vivía entre el Río Banano y el Coolí. Allí encontró una piedra grande donde vio la huella de un pie gigante, una especie de señal muy antigua que indica los dominios de la entidad. Mi hermano llamó a sus perros pero no regresaron. Fue entonces cuando vio la silueta de un hombre en medio de la selva. Le gritó pero no le contestó.

¿Qué hacía alguien en aquel lugar tan inhóspito? Un sólo perro, el que más quería, volvió pero no obedeció a mi hermano; no mordió al desconocido. Los otros canes jamás aparecieron”, dijo la mujer sentada en un tronco de árbol. “¿Por qué cree que el desconocido era el ‘Señor del Monte’?”, pregunté.

“Nadie más vive en aquel lugar. Pero termino de contarte. Mi hermano llegó por la noche a su casa. Tenía fiebre y ésta le duró ocho días. También perdió la voz durante dos semanas. Se fue a buscar a un awá, es decir, a un doctor indio, y éste le dijo que el señor del monte se había enojado con él por no pedirle permiso para cazar, y que de ese momento en adelante, debía abstenerse”, concluyó Mercedes. “El señor de los animales tiene un hermano –agregó Hermes–, el ‘Gigante’, que suele raptar a los caminantes y se los lleva para lugares misteriosos.

Esta criatura está totalmente erguida de cintura para abajo, lo que le impide agacharse. Éste es uno de sus dos puntos débiles: sus víctimas ‘menos aterradas’ se tiran al suelo y de esta manera no pueden agarrarlas”. “¿Cuál es el otro punto débil?”, volví a preguntar. “El ombligo. Si el ‘Gigante’ atrapa a alguien entre sus mortales brazos se salvará si le asesta una cuchillada en el ombligo”.

Inmediatamente me acordé del manpiguarí, un monstruo que habita las selvas del alto río Negro, en el norte amazónico. Algunos biólogos lo consideran una especie de perezoso prehistórico gigante que sobrevivió oculto en la selva. Y como el “Gigante” costarricense, su punto débil es igualmente el ombligo. ¿Coincidencia o, acaso estamos hablando del mismo ser?

Duendes y luces

Me asomé hacia la puerta de la cabaña y el panorama era desolador. Las gotas caían como dardos derribando hojas y ramas. Las montañas apenas se atisbaban en mitad de la tremenda cortina de agua. Hermes se asomó señalando a lo lejos un punto irreconocible. “Allí, hace un año, hacia las ocho de la noche, vi una bola de luz que se fue haciendo pequeña. Tenía un tono verde-azulado. No hacía bulla.

No era una estrella fugaz pues se demoró más tiempo e hizo un largo recorrido en el cielo. Lo raro es que toda la selva se quedó en silencio; las ranas, los grillos, las gallinas de la granja ni las ramas de los árboles farfullaron”. Regresaron al interior de la cabaña cónica y Hermes continuó narrando historias de “espantos”. Era el momento idóneo para hacerlo.

“Hace tres años vivía en Gavilán un muchacho llamado Adrián. Era muy escandaloso y peleón. Un domingo, como a las diez de la noche, su padre y abuelo lo escucharon gritar al otro lado del río. Allí acudieron con la canoa y lo encontraron estirado en el suelo. Tenía calenturas y decía que se iba a morir. ‘¿Qué pasó?’, le preguntaron, y él contestó: ‘un hombre negro y bajito, muy fuerte, me agarró. Enseguida perdí todas las fuerzas y me vine al suelo’. Durante más de una semana estuvo acamado, con fiebres.

Tuvieron que hacerle una ceremonia para espantar la enfermedad, con hierbas medicinales y todo”. Aquella fauna insólita aún tenía más representantes, las “monas”, que según Mercedes son mujeres brujas que se transforman en simio para atacar a los hombres, y que tienen pactos con el Diablo.

Por sus características, recuerdan mucho al yeti. Otra entidad sobrenatural es el “duende”. “Son pequeñitos, viven en las orillas de los ríos y no salen muy a menudo donde hay gente. Me han contado que tienen el cuerpo baboso, lleno de espuma. Donde ellos caminan dejan una baba fétida parecida a la que suelta una culebra cuando chupa a un sapo. Pese a su reducido tamaño, dejan grandes huellas deformes con cinco uñas. No se puede dejar a los niños solos.

Mi abuela me contó que, en los años veinte, un hermano de ella, aún niño, desapareció. Luego apareció muerto. Dicen que los duendes se lo llevaron a la selva para jugar y lo mataron…”. Pero no son los únicos. Otros espectros todavía más enigmáticos deambulan entre los matorrales. Uno de los hermanos de Mercedes, Severo –cazador experimentado– afirma que alcanzó a ver, en la selva de Choncocoli, a una persona que parecía un amigo suyo, un tal Gerardo Morales. Sin embargo, pese a los gritos de Severo llamándole, el hombre no se giró y siguió caminando hasta desaparecer entre el follaje.

El desconcertado cazador empalideció y estuvo durante todo el día dando vueltas en la zona sin encontrar el camino de regreso a su casa. Según la tradición, se trata de una especie de maldición. Los que tienen menos suerte jamás vuelven a casa. Supuestamente el autor del maleficio es el “Dueño del Monte”, que asume la forma de un conocido del cazador, u otras de camuflaje, según le apetezca.

Cerro encantado

Según los bribris, algunas montañas son lugares encantados y tienen su “dueño”. En el caso del Cerro Maneru, con 400 metros de altura, vivía uno que protegía la fauna de su entorno, especialmente “chanchos del monte” y “tepezcuintles”. En el Cerro Namaso existen varias rocas con inscripciones rupestres. Según Hermes, se trata del “testamento sagrado de los indígenas”. También se han encontrado petroglifos de pies humanos y estructuras pétreas –bloques rectangulares de varias toneladas– de una civilización ignota con grandes conocimientos. Las huellas de pies y de otras partes del cuerpo son atribuidas casi siempre a los dueños de los cerros.

De vez en cuando, allí, en el Cerro Namaso, se ven luces que se mueven entre la vegetación o en su cima. Para los indígenas, son las almas de sus antepasados que murieron luchando contra los conquistadores españoles. “Cuando había guerras en la sierra de Talamanca, los indios se concentraban en el Namaso antes de ir a pelear. Hace unos treinta años mi padre vio caer una a luz sobre la montaña.

Era larga, se metió en la selva y se deshizo… ¡sin estruendo!”. También en otro cerro de la Talamanca, un huaquero –profanador de sitios arqueológicos con fines comerciales– encontró una vasija prehispánica de barro, tapada, que contenía una misteriosa sustancia. Cuando la rompió, se desparramó un líquido que, al caer entre las piedras, hizo un hueco y luego se evaporó en el aire. Se trata de una misteriosa sustancia cuya fórmula se perdió en tiempos pretéritos y que también existiría en el antiguo Perú y Egipto.

Los indígenas creen que varias empresas farmacéuticas buscan éste y otros productos de origen vegetal para comercializarlos en los países ricos. Hermes me contó que varios extranjeros vinieron a ofrecerles hasta 5.000 colones para que los lugareños les mostraran las plantas medicinales, sus propiedades y el modo de emplearlas. “Los científicos gringos –me decía Hermes– fueron a Panamá, donde viven los guaimíes.

Descubrieron que tienen un tipo de sangre resistente al Sida y están experimentando para ver si sacan vacunas”. Quizá lo que me contó el nativo no fuera un mero rumor. En Venezuela, entre los años ochenta y noventa del pasado siglo, antropólogos estadounidenses “robaban” sangre de los yanomamis e incluso se les llegó a inyectar vacunas experimentales –con resultados letales–, tal y como lo denunció Patrick Tierney en su libro El saqueo del Eldorado –Grijalbo,2002–

“Fiesta de la Salud”

Tres horas de difícil carretera separan Surekta de la población de Shiroles. Pedí un refresco en la “pulpería” –tienda de ultramarinos– “Las Flores”, y conversé con su propietaria, la indígena de la etnia bribri Faustina Torres. Participante del proyecto comunitario de mujeres denominado Namasol, la joven al principio se mostró reacia a mis preguntas sobre las costumbres locales pero no tardé en ganarme su confianza. Me llevó hasta un terreno baldío donde sobresalía un roca.

Confieso que no entendí de qué se trataba hasta que contó la historia de la piedra. “Fue traída en 1996 de unos tres kilómetros de distancia, de las faldas de una montaña. Estamos tratando de rescatar esos valores que los jóvenes no conocen. Por ejemplo, la importancia que tenía la misma en la vida de la familia, especialmente cuando era usada para moler los granos de maíz, para hacer la harina o el cacao para el chocolate”, me explicaba la joven Faustina. “¿Cómo procedieron a sacar esta piedra de la montaña? Me parece muy pesada…”, comenté.

“Nosotros tuvimos que consultar con un awá para que pudiera pedir permiso al ‘Señor del Monte’. Una mujer cantó primero en un idioma especial para venerar a Dios. Más de quinientas personas participaron de este ritual que nosotros llamamos ‘Fiesta de la Salud’.

Colaboran todos, niños, adultos y ancianos. Fue muy bonito”. Faustina me enseñó algunas fotos del ritual. Era impresionante. Un grupo de personas rodeaban la piedra sostenida por cuerdas atadas a tres largas varas. ¿Qué fuerza actuaba sobre la roca casi esférica haciéndola prácticamente liviana? “Es el poder de nuestras creencias.

Nosotros proyectamos sobre la piedra nuestra voluntad y ella se hace más leve”, me contestó con naturalidad Faustina.

Sangre danta

Mi trepidante viaje por las selvas de Costa Rica me llevó a las cercanías de Puerto Viejo, a la finca “Las Iguanas”, cerca de la aldea Kekoli. La carretera desde Shiroles serpenteaba por la frondosa reserva selvática de los bribris. Un enorme árbol se había derrumbado en medio de la carretera obstaculizando el paso del microbús. Tuvimos que hacerlo hacia un lado con algún esfuerzo, mucho más que el que emplearon los aborígenes para levantar la roca de la “Fiesta de la Salud”.

Ya en la finca me cité con Gloria Mayorga, una indígena que había escrito un libro junta a Paula Palmer y Juanita Sánchez, titulado Cuidando los regalos de Dios: testimonios de la reserva indígena de Cocles/Kékoldi. “Nuestra comunidad tiene 20.000 indígenas.

En Kekoli, el gobierno nos dio 3.538 hectareas de bosque pero buena parte está en manos de otros propietarios que no respetan la preservación de los árboles y los talan con fines comerciales”, me decía con enorme tristeza Gloria Mayorga. Ella afirmó que el indígena que conoce su historia, “sabe que muchas cosas que vemos aquí son como reflejos de otro plano de la realidad, y ese otro plano de realidad es invisible para la mayoría de las personas”. Según las tradiciones ancestrales, la Tierra fue creada por Sibú derramando la sangre y la carne de una danta –el tapir americano– sobre las rocas. Por eso este animal es, hasta hoy, sagrado entre los nativos.

Luego Sibú creó al hombre a partir de los granos del maíz y le enseñó a cultivar la tierra, las normas sociales y rituales. Generalmente, y por influencia del cristianismo, los indígenas han sincretizado este dios con Jesúcristo o el Dios bíblico.

El punto geográfico de dónde partieron estas enseñanzas se llama SuLáyöm y está en la Alta sierra de Talamanca, en las orillas del río Lari. Gloria también me narró otra historia sobre el “Dueño del Monte”: “Hace unos 40 años, una señora, doña Carmen, hoy con 60, me contó que solía acompañar a su esposo en las cacerías. Un día llegaron a un cerro muy alto y su perro desapareció.

Lo oían ladrar, pero era como si estuviera en un lugar lejano, encerrado. Cuando se acercaron vieron una piedra en forma de puerta, y que el animal parecía ladrar desde allí. Ladraba desde dentro. Se dieron cuenta de que era un castigo del dueño de los animales. Nunca más vieron al perro…”

Fuente: Revista Enigmas

Autor: Pablo Villarrubia Mausso